Conociendo al profesor Alberto Patishtán
En esta ocasión no había mucha gente en la entrada del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía, era la hora de la visita y sin embargo había unas diez personas esperando a poder subir a visitar a su familiar. Entre estas personas estaba Héctor, hijo del profesor Alberto Patishtán y un hermano de él. Nos estaban esperando con los pases de visita en la mano, uno era el que se usaba para pasar la noche y el otro era el que se pedía para visitas externas.
No sé si se aplica el mismo reglamento a todos los pacientes del hospital, pero en el caso del profesor, preso de conciencia desde hace doce años, solamente se permitían cuatro visitas al día, no más. Luego de franquear la primera puerta, en el segundo control se nos impidió el paso argumentando que ya se habían hecho las visitas del día. En los rostros de los policías se veía la vieja artimaña de dificultarlo todo, se notaba que no estaban dispuestos a dejarnos pasar porque no éramos familiares y estábamos tratando de visitar a un preso que representa perfectamente la decadencia e inutilidad del sistema de justicia reinante en México.
Lo que sucedió es que pudimos subir gracias a un permiso especial expedido en Trabajo Social. Breve trámite, misma mirada de hartazgo, como si con nuestra visita se confirmara que el interno del cubículo 8 es inocente y todo mundo lo supiera, menos ellos.
El piso en donde está el cubículo 8 es silencioso, demasiado blanco tomando en cuenta cómo suelen ser los hospitales estatales, de inmediato pudimos ver la puerta del cuarto abierta y una cama con una persona acostada se asomaba. Pero en seguida apareció la figura del custodio, el hombre que, en este turno, se encargaba de la vigilancia del profesor. Aquel hombre de estatura media, piel muy morena y ojos claros, cara cuadrada, mirada seria, cabello entrecano y una actitud de observador. En medio la televisión, algunos rumores del hospital y la voz cálida de Alberto Patishtán que nos invita a sentarnos en las dos sillas que están a lado de su cama: “Pasen por favor, siéntense, aquí hay lugar. Buenas tardes, ¿cómo están?
La mirada del profesor había vuelto. Nos seguía, a mi compañera y a mi, hasta verificar que estábamos cómodos. Patishtán está en recuperación luego de haber sido operado en este instituto, se le extrajo una buena parte del tumor de 4.6 centímetros que estaba albergado desde hacía más de diez años en la zona de la hipófisis y que en el último año había ocasionado la casi perdida de la vista. Se le ve bien, de buen color, de buen ánimo, sonriente pese a todo, ya no está esposado a la cama. Mientras nos acomodamos y sacamos la libreta, él se muestra contento con nuestra visita y nos comenta: “qué bueno que vinieron, mi hijo me había hablado de ustedes”.
Rompemos el silencio, nos presentamos, y de un momento a otro el profesor comienza a platicarnos de la situación en la que se encontró al momento de llegar a este hospital: revisiones médicas, estudios, tomografías, resonancias magnéticas, “y cuando llegó la hora de la verdad, el doctor me dijo lo peor que podía pasarme, que me quedara en coma o que podía morir, pero luego dijo que había algunas por hacer, que se podía operar una parte y que luego se debería seguir un tratamiento. Es un doctor muy buena persona, se apellida Celis[1] y es el director de aquí. Pues ahí tuve que tomar una decisión y acepté que me operaran, pero cuando le platiqué a la Gaby [su hija] y de lo que me podía pasar, ella se asustó. Pero tuvimos que ser fuertes”.
Estábamos escuchando de primera mano el sentir de uno de los presos de conciencia de este país, desafortunadamente no el único, pero sí uno que ha estado en el centro de campañas y coberturas mediáticas. De manera inusual estábamos sentados frente a él y consideramos buen momento para encender las grabadoras de voz, “no, no se puede” nos dijo el custodio, que más que policía parecía un militar, la mochila verde mal escondida y una cartuchera con una pistola lo delataban. Ante la exigencia de liberación de Alberto Patishtán y de otros presos de conciencia en este país, esa misma negativa resuena. “No, no se puede”.
El profesor, con ese acento chiapaneco que reina en las comunidades, continúa su relato sobre la operación que vivió hace apenas unos días. “Me bajaron a una parte y ahí todavía estaba la Gaby acompañándome, luego nos dijeron que ya nos teníamos que despedir y quedé mirando a la Gaby, me quité un crucifijo que siempre llevo conmigo y se lo di, le pedí que me lo cuidara, que iba a regresar y que todo estaría mejor. Luego me pusieron estas cosas que tengo colgando y me quedé dormido ya no supe más. Cuando desperté me dolía todo pero me sentía mejor de la vista y el doctor estaba vigilando que estuviera bien.”
“Ya veo bien, antes ya no veía nada, pero ahora ya puedo ver, y eso me da mucha esperanza”
afirma Alberto Patishtán mientras se recupera en una cama de hospital en la ciudad de México. Al terminar su convalecencia será nuevamente trasladado a Chiapas para continuar con el cumplimiento de una condena, tan injusta como injusto es el sistema de justicia que dice defender a la ciudadanía en este país. Sonríe el profesor, nos transmite ánimo en la manera en que nos habla.
En el mes de febrero fue trasladado a un penal de máxima seguridad en Guasave, Sinaloa, un lugar alejado de su familia, destinado a presos que cumplen condenas por delitos federales relacionados con el crimen organizado y narcotráfico, pero de vez en cuando también para presos de conciencia que sufren de enfermedades y no son atendidos como es debido. Sin embargo, para el profesor, a la distancia de ese periodo de encierro extremo este traslado fue muy importante; para él, tuvo la relevancia que nos transmite en sus palabras: “tuve nuevamente revisiones médicas y la atención necesaria a mi enfermedad y mi comunidad, El Bosque, volvió a reactivarse en la lucha a través de la demanda de mi liberación”.
A Alberto Patishtán le diagnosticaron glaucoma y le recetaron unas sencillas medicinas para combatirla, unas gotas que no ayudaban mucho pero que lo mantenían con la idea de que había sido atendido adecuadamente. Conforme fue perdiendo la vista en los recientes meses y en combinación con el imprevisto traslado al penal sinaloense su salud le fue inquietando más cada día, hasta que, por sus peticiones y por la presión social, se logró una nueva revisión y más de una opinión medica: no era glaucoma como se creía al principio, se trataba de un tumor que –aunque benigno– ya llevaba muchos años alojado en su cabeza. Dice el profesor, “si no me hubieran trasladado a lo mejor nunca se habrían dado cuenta de que tenia un tumor. Yo pedía mis gotas para los ojos pero cuando me dijeron que no era eso sino un tumor todo cambió. Ahora estoy bien y me siento esperanzado, esto es una señal positiva, volví a nacer”.
“Y además mi comunidad, El Bosque, ya está otra vez al pendiente de todo, de mi liberación, la comunidad se ha reorganizado y está moviéndose otra vez, lo de Pueblo Creyente y todo eso empieza desde que me trasladaron a Guasave. También allá se empezaron a organizar, así que, ya ven, al final salió bueno lo que me ha pasado”.
Con esta manera de ver las cosas va terminando nuestra plática, mencionamos a su compañero de lucha Sacario Hernández y entre todos coincidimos en que ha llevado su historia a muchos lugares, decimos que es un buen compañero Sacario.
Mientras nos despedimos y estrechamos su mano nos agradece por la visita y nos promete que la siguiente vez que nos encontraremos en su comunidad y ya haciendo “cosas”. El profesor nos comenta que “el doctor que me operó quiso tomarse una foto conmigo, a lo mejor le sirve para su profesión” y lo dice como invitándonos a que nos tomemos una foto con él, pero de inmediato quien lo vigila nos dice que no es posible, que no se pueden tomar fotografías. Antes de salir de la habitación es el custodio quien nos regresa a la realidad carcelaria y nos pide nuestros nombres, escribe mal y con faltas de ortografía, demasiadas para ser cierto, tal vez sea parte de esa manera tan particular que los militares suelen escribir, en clave.
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