Cecilia Santiago Vera*
La Jornada 3 abril 2013
Año 2000. México.
Alternancia en el poder político; el nuevo presidente ya no es del PRI,
el nuevo gobernador de Chiapas tampoco. El cambio. ¿Llegó? ¿A dónde? Año
2002. Chiapas. Sentencia a los acusados de la matanza de El Bosque. Uno
es declarado no responsable y liberado, el otro es condenado a 60 años
de cárcel, su nombre Alberto Patishtan Gómez.
El Poder Judicial no exige al Ejecutivo, el Ministerio Público ni policías la comprobación de que la obtención de pruebas presentadas se ajuste al cumplimiento de la ley (existente para la garantía de los derechos de todo ciudadano). De rechazar dichas pruebas por irregularmente obtenidas y, por tanto, careciendo de base la acusación, el caso judicial se caería y además de la liberación del acusado el Ejecutivo tendría un caso sin cerrar y obligado está a abrir nuevas indagaciones y vías para cumplir su deber.
Y esto, precisamente esto, era entonces y sigue siendo ahora la cultura de impartición de justicia, por ello continuidad, que en México unos quieren mantener y otros desterrar, la colusión de dos poderes del Estado para solapar la arbitrariedad en el ejercicio de la función pública, permitiendo que los intereses particulares y corporativos de los funcionarios dirijan su actuación, al margen y en contra de las leyes que desde la Carta Magna buscan la protección de los ciudadanos y de sus derechos como tales ciudadanos.
La patada en la puerta, el cateo por la policía de un domicilio, sin que medie un delito en curso y sin orden judicial de registro; la detención y traslado a dependencias policiales sin orden de aprehensión alguna; la violencia, las amenazas, interrogatorios con maltrato sin presencia de defensor y la obtención, así, de autoinculpaciones, declaraciones firmadas sin leerlas; aunque duela y avergüence reconocerlo, estas son las prácticas que no se han desterrado de este país llamado México. Y la tortura.
Y es el Poder Judicial el que tiene la obligación constitucional de decir no, es su tarea, su responsabilidad y en ellas su dignidad, y al no hacerlo su traición y su indignidad.
Y en la nación todos los saben. El detenido, el encausado sabe que está en manos de ellos, que ha caído en un laberinto en que policías y custodios, jueces y agentes del Ministerio Público se entienden mutuamente, son una parte y él es otra, que entre ellos se apoyarán y que por su causa no van a discutir unos con otros. Sólo si
alguienmás arriba interviene, por dinero, por política, por imagen, entonces la cosa cambia, pero ¿
quiénse va a interesar por un desconocido, un pobre o un indígena? Y peor si es un indígena pobre y desconocido.
Dos sexenios de poder panista, 12 años enarbolando el estandarte del cambio, cambian algunas leyes y se incorporan a la Constitución los derechos humanos y algunos pocos sinceramente empujan cambios y otros, la mayoría, se refugian tras el estandarte para seguir como siempre: en el negocio del poder, en la política del negocio; continuidad.
El panismo sale de la silla presidencial y Alberto Patishtan continúa encarcelado.
Y la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el más alto tribunal del Poder Judicial, afronta el derecho de todo ciudadano al buen proceso que le proteja frente a la arbitrariedad, actualmente en distintos casos que resuenan en los medios de comunicación y en la nación entera. Y en otros países.
Un cambio real de la defensa de los derechos ciudadanos requiere y exige que el no a la arbitrariedad sea la voz de toda la judicatura, que por humilde que sea un juzgado en un pequeño pueblo de México tenga la honorabilidad de rechazar del Ministerio Público y las policías la continuidad de unas prácticas condenadas por la ley, que contaminan el proceso judicial, que lesionan los derechos de los ciudadanos y al día de hoy mantienen encarcelados a multitud de inocentes.
En Chiapas la abolición de la figura jurídica del arraigo, exclusivamente para delitos no federales, de poco servirá a los ciudadanos si esta cultura del mutuo apoyo entre instituciones políticas continúa solapando la arbitrariedad de la justicia.
Al rechazar la sala primera de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por tres votos en contra y dos en favor, asumir el caso de Alberto Patishtan Gómez, da una respuesta negativa a la pregunta que ante las cámaras de televisión se hacía su hijo Héctor Patishtan:
veremos si en este país es posible la justicia.
Es ahora el primer tribunal colegiado del vigésimo circuito en Tuxtla Gutiérrez el que le responderá; ojalá que al escuchar esa respuesta llore de alegría, pues de tristeza, rabia y ausencia lleva llorando 12 de sus jóvenes 16 años de edad.
* Defensora de derechos humanos. Integrante del colectivo Ik. Ha acompañado a presos indígenas de Chiapas, y seguido sus procesos penales desde hace varios años.
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