En las semanas
recientes, las expresiones de apoyo al profesor tzotzil Alberto
Patishtán –condenado a 60 años de cárcel por el asesinato de siete
policías en la localidad chiapaneca de El Bosque, tras un proceso
judicial lleno de irregularidades– alcanzaron proyección nacional e
internacional inusitada: de acuerdo con una lista difundida por el
Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, más de 280
organizaciones de México y del mundo se han pronunciado por la
liberación del integrante del colectivo La Voz del Amate, a lo que se
suma la realización de manifestaciones de activistas en diversas
legaciones diplomáticas de nuestro país en el exterior.
El pasado viernes, en Tuxtla Gutiérrez, tuvo lugar una multitudinaria
marcha en la que participaron más de seis mil indígenas tzotziles y
cientos de docentes de la sección 7 del Sindicato Nacional de
Trabajadores de la Educación, en la que se llamó al Poder Judicial, y
particularmente al primer tribunal colegiado del vigésimo circuito
–encargado de resolver el caso–, a que
no sigan manchando su dignidady ordene la excarcelación del profesor tzotzil. En el mismo sentido se ha pronunciado un abanico de actores políticos municipales y estatales, entre los que se encuentran los representantes de los tres principales partidos políticos nacionales en el municipio de El Bosque, el ayuntamiento local e incluso el propio gobernador de Chiapas, Manuel Velasco Coello.
El amplio y diverso consenso en torno a la liberación de Patishtán
contrasta con la cerrazón que han mostrado hasta ahora las diversas
instancias del Poder Judicial que han intervenido en el asunto. En el
colmo de esa indolencia, el mes pasado la Suprema Corte de Justicia de
la Nación desestimó abordar el expediente porque
el caso no reúne los elementos de importancia y trascendencia, a pesar de que tal decisión contraviene el criterio abordado por los propios magistrados del máximo tribunal ante episodios en los que se ha violado el derecho al debido proceso de los inculpados –como la liberación de los autores materiales de la masacre de Acteal y el caso de Florence Cassez– y pese a que el propio proyecto de dictamen del máximo tribunal reconocía el carácter injustificable de la condena en contra del profesor chiapaneco.
El sistema de justicia del país tiene en sus manos una nueva
oportunidad de restañar en alguna medida el daño causado al conjunto de
la sociedad mediante fallos impresentables como la sentencia de
Patishtán, emblemática de los vicios judiciales que se ceban sobre los
sectores más desprotegidos de la población. Es necesario, en
consecuencia, que los integrantes del tribunal colegiado actúen como no
pudieron hacerlo los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la
Nación y corrijan una injusticia que no tendría que haber ocurrido y
cuya persistencia lesiona al conjunto de la institucionalidad.
Finalmente, la circunstancia que ha vivido el profesor tzotzil obliga
a recordar la persistencia en el México contemporáneo de un universo de
abusos y atropellos sistemáticos del poder público contra individuos
pertenecientes a los pueblos originarios, quienes, cuando deben
relacionarse con instancias políticas formales, con frecuencia se ven
imposibilitados de ejercer su plena ciudadanía. No habrá bases para el
efectivo desarrollo democrático del país en tanto el hecho de ser
indígena sea en sí mismo motivo de inquisición política, persecución
policiaca y castigo judicial.
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