Raquel Ramírez Villegas. Enfermera, Maestra en
Medicina Social.
Emmanuel Santos Narváez, Médico Psiquiatra.
“Es el dolor y la indignación lo que, al
entrar en contacto con la miseria y la humillación del otro, hace nacer la
virtud de la fraternidad, provoca su rebelión, y entonces se es en una pasión y
en una acción compartida”
Teresa Martínez Terán
Evaluar psiquiátricamente a Alberto Patishtan
¿Para qué? Esa fue la pregunta que nos asaltó cuando el Colectivo Ik’, hace
casi un año, nos lo propuso. Preocupados por su salud, debido a que su estado físico
se deterioraba rápidamente por las condiciones precarias de la prisión de
máxima seguridad en que se encontraba, se consideró que emocionalmente había factores que contribuirían
a este deterioro. Iniciamos el proceso de solicitudes para poder visitarlo y
siguieron meses de dilaciones, peticiones absurdas de documentos para autorizar
una visita minima y sin poder ingresar materiales de evaluación. Lo que
acordamos fue una entrevista breve, tal vez 15 minutos, y esperar obtener
alguna información útil.
Y ahora, 11 meses después estábamos aquí, en
Tuxtla Gutiérrez con la posibilidad de entrevistarlo. El objetivo era claro:
documentar secuelas psicológicas de 12 años de prisión, en 4 diferentes
penales, uno de ellos, como ya mencionamos, de máxima seguridad. A partir de
que la visita tomaba visos de realidad, nos formamos una imagen contradictoria, pues el estereotipo del
luchador social, que al ser sometido a diversas presiones dentro del sistema
carcelario, es que se muestra severo, rígido, como forma de evitar mostrar
evidencias de estar quebrado emocionalmente; sin embargo, el caso de Alberto no
coincidía con los reportes que hablaban de un hombre con una serenidad,
confianza y sentido del humor a toda prueba (esa “peculiar alegría, inesperada”
de la que hablaba Hermann Bellinghausen), así que nos preparamos intentando
limitar nuestras premoniciones al respecto de lo que encontraríamos.
El día de la visita la tensión aumentaba ¿Estaba
lista la grabadora? ¿Los formatos de registro de información? ¿Las escalas de evaluación
clínica?... todo listo. Ahora a esperar a que la familia que visitaba a Alberto
en el Hospital de Especialidades Vida Mejor baje y nos autoricen el paso.
Cuando por fin nos informan que se puede pasar,
un custodio, casi cordial, nos pide identificaciones y lugares de procedencia y
nos dirige al segundo piso del hospital. Un nuevo registro y al final de un
pasillo vacío, con cuartos solitarios a los lados, nos recibe de pie un hombre moreno, bigote
inconfundible, acompañado de dos custodios vestidos de civil. ¡Alberto! Saluda
Cecilia Santiago y nos presenta, Alberto al saber quienes somos y lo que
hacemos ahí, nos dice riendo y en tono de maestro “pasen a la dirección” y nos dirige a su cuarto.
Entonces empieza la entrevista, su narración
hilada, con pocas interrupciones para precisar una coordenada temporal, un
matiz. Conforme avanza el tiempo, la historia de 12 años de prisión y
resistencia va emergiendo de su memoria. Un patrón se nos hace evidente: llega
a los penales, lo amenazan (“te vamos a
sacar a patadazos”), y sin embargo el organiza (“formar grupos para luchar por nuestras libertades”) y luchan por
cambios en la situación de los presos (plantones, ayunos, huelgas de hambre), lo cambian de lugar de reclusión… ¿por qué
Alberto? “porque si, sabía de algunas
advertencias y si lo hice”. Al mismo tiempo buscamos síntomas ¿Qué sentías
en ese momento? y una emoción es recurrente “rabia,
se siente uno intimidado, humillado”, sin embargo en nuestra búsqueda de
síntomas, el resultado se acercaba para nosotros a un preocupante: nada.
Los esquemas de evaluación medica y psicológica
parecía que no nos iban a servir de mucho, y desde la narración y en la
interacción con Alberto podíamos notar el por qué, pues eran evidentes los mecanismos
de defensa de su personalidad que se ponían en juego en el momento en que se
enfrentaba a una situación complicada: el humor, su identidad como indígena
tzotzil, el considerar el bienestar de los demás, la conciencia de que la lucha
es justa, sus convicciones religiosas y la claridad de que luchar por su
situación, solo puede hacerse construyendo comunidad con los otros. Como tener
esa tranquilidad sin explicar que sus acciones han logrado la salida de cientos
de presos indígenas, menos él.
“Cuéntales de Guasave” interviene Cecilia y nos adentramos
en un punto crucial de la narración. Nos explica que las acciones más
humillantes e inaceptables a las que se vio sometido fueron procedimientos que,
en las cárceles de máxima seguridad, se consideran “rutinarias”: “después de 20 días en huelga de hambre me
trasladaron en octubre de 2011
a Guasave, cuando me recibieron fue con gritos, pero fuertes,
decían que iba a decir sí y no cuando me
dijeran, si señor y no señor… te obligan a contestar… y me quitaron el cabello,
a raparme, mis bigotitos igual, me quitan mi camisa de civil que llevaba yo y
me ponen otro, me quitan mi chancla y me ponen zapato… todo cambió ahí”.
¿Qué puede significar esto para una persona que se asume indígena? “nunca me había quitado el bigote, solo una
vez y hasta con vergüenza estaba yo
caminando así. Fue en mi afiliación cuando me inicié en el magisterio, desde
esa vez nunca más. Para mi era muy significante”. Y señala el aspecto
central de estos tratos: “nos provocaban para sentirnos humillados,
en la mañana te obligaban a bañar a las 5 de la mañana, te pasaban el rastrillo
a pesar de que ya no tenías bigote, te obligaban a que ni un bigote podías
tener, nada”. Respecto a las “revisiones” comenta: “cuando venía tu vista te
obligaban a hacer sentadillas, te tenías
que desnudar y en el momento en que haces la sentadilla te hacen toser”. Y
lo que sentía en ese momento: “Fue para
mi una gran violación, porque te hacen hacer con prepotencia, sin respeto,
había mujeres y hombres ahí, es para mi algo muy indigno, una falta de respeto,
sentía la injusticia, el coraje ¿a cuanta gente no nos hacen esto?”. El
control llega al extremo de limitar las muestras de fraternidad “no teníamos derecho a regalar ni un poco de
alimento, de ofrecerle a otro compañero interno, no te permitían, si tu ya no
terminas tu alimento pues a la basura”, el consiguiente aislamiento “nos sacaban al sol dos horas a la semana,
todo el tiempo encerrado… estuve 15 o 20 días solitario en una celda” e
incluso la interrupción de los ciclos de sueño “hasta que me acoplé con ellos”.
Transcurren los minutos del relato con la
exposición detallada de todos los aspectos de abuso físico y de poder, tan
característicos de las cárceles mexicanas.
Sin embargo, Alberto termina con la misma
fortaleza y humor que al principio, entonces le informamos que viene la segunda
parte, la de las evaluaciones, él escucha atento como un estudiante aplicado antes
del examen, las instrucciones precisas y apenas después de la primera pregunta,
cuya respuesta duda, suelta una risa sonora que resuena en el pabellón vacio
del hospital, buscando a Cecilia para que le “sople” las respuestas. Continua
la parte de evaluación numérica y ríe “¡ahora
si voy a reprobar la matemática!” aunque después de un leve esfuerzo y otra
carcajada, contesta correctamente. La valoración termina, él pregunta que si se
ganó algún premio por pasar el examen, contestamos afirmativamente y le damos 3
libros. Ya no puede leer pero dice alegre “que
me lean mis muchachos”, refiriéndose a los custodios que sonríen ante el
comentario.
Nosotros cruzamos miradas sorprendidos,
admirados y confundidos, es un hombre indígena, preso y enfermo, víctima de la
injusticia y los malos manejos del poder del Estado con un pasado de 12 años de
encierro inexplicable; eso es lo que dice su expediente. Lo que nosotros vemos
y reflexionamos hasta hoy, es la visión del hombre fuerte, de convicciones, de
fe inquebrantable, cuya lucha ha superado, ya por mucho, las paredes de
cualquier celda, incluso las de máxima seguridad y el intento de quebrar su
identidad y la fortaleza que esta le proporciona.
Efectivamente los poderosos temen a la dignidad,
y la dignidad de Alberto Patishtan lo hace peligroso para el Estado mexicano.
Octubre 2012.
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