La “crisis carcelaria” refleja la crisis de la sociedad actual
x Vladimir Benoit y Espartaco Gatti
La brutal muerte de los 81 presos de la cárcel de San Miguel ocurrida el 8 de diciembre pasado ha desatado una serie de masivos motines, huelgas de hambre y protestas al interior y al exterior de diversos penales, que más allá de tratarse de hechos puntuales, son una expresión más de un sin fin de contradicciones entretejidas que configuran la vida social de este país. Por eso, más allá de la presente “crisis carcelaria”, como la han llamado muchos, debemos ser claros e identificar que ello no tiene que ver con un tema aislado que se arregle con “cárceles más humanas”, como dice Hinzpeter, sino que la cárcel, como tal, expresa la crisis de una forma de vida insostenible. Pero al mismo tiempo, esta horrible tragedia ha sacado lo peor de muchos: una muy arraigada mala conciencia, que en el mejor de los casos ve estos hechos con indiferencia. Esto se explica gracias a que desde hace mucho tiempo los medios de comunicación y el resto de los aparatos ideológicos del Estado han instalado una enorme brecha al interior de las clases desposeídas, diferenciando entre los buenos y malos “ciudadanos”, premiando a unos y encarcelando a otros. Sin embargo, ambos fenómenos yacen íntimamente ligados, ya que la creación de una “población penal” es uno de los elementos que permite controlar al resto de la población, incapacitándola para luchar en contra de las mismas causas que llevan, objetivamente, a la creación de estos sectores marginales. Así, el régimen carcelario rinde disciplinando al resto de la población, no tanto en la posibilidad de verse presos, sino bajo la figura de potencialmente ser “víctimas”.
Si bien, las razones para llegar a cometer un delito son múltiples, creemos que las que más pesan son la de carácter económico-social. Por lo general, “la delincuencia” sanciona en su gran mayoría “delitos” que tienen que ver directa o indirectamente con problemas arraigados en la producción y en la distribución de la riqueza. Por lo tanto, creemos que las causas del crecimiento de la población penal se encuentran en las claves que han hecho crecer las cifras macroeconómicas.
Salarios inhumanos
Una de las claves de la riqueza de uno pocos ha sido la política de super-explotación que se aplica al trabajo, es decir, el pago de salarios por debajo de la media social necesaria para la reproducción de la fuerza de trabajo.
Hace ya varios meses, Patricio Malatrassi, en “El Siglo” del 25 de junio del 2010, elaboró una tabla de una canasta mínima, siguiendo la serie de precios del INE, para una familia de 3,9 personas en donde trabajaría un total de 1,4 y desglosada de la siguiente manera: alimentación, $158.258 (33,9%); vivienda, $98.686 (21,2%); vestuario, $51.286 (11,0%); transporte, $63.972 (13,7); varios $94.230 (20,2%); lo que da un total de $466.441. Es decir, para que una familia de casi 4 integrantes pueda tener un buen pasar, como mínimo, se necesita esa suma de dinero. La ENCLA del 2008 (Encuesta Laboral) reveló que un 54% de los trabajadores no gana más de $318.000, es decir, no más de 2 ingresos mínimos mensuales (IMM) y el mayor porcentaje (un 31,4%), ganan entre 1 ($159.000) y 1,5 IMM ($238.500). Es decir, más de la mitad de los trabajadores en este país ganan menos de lo medio necesario para vivir de acuerdo al estilo de vida promedio. En el caso de que ese fuese nuestra linea de pobreza no dudamos que los indices serían escandalosos.
Otro dato que ratifica esto es que a lo largo de los diversos ciclos de la economía chilena los salarios se han mantenido por debajo del PIB, es decir, a pesar que se produzca más riqueza esta no se traspasa al salario de las y los trabajadores, sino que la política de Estado ha sido el mantener los salarios congelados. Esa es, en nuestra opinión, el mayor rol del salario mínimo: sostener la super-explotación, hacer del trabajo una forma no muy segura de satisfacer las necesidades básicas o, mejor aún, del sin fin de necesidades que impone un sistema que tiene en el consumo uno de sus puntos fuertes. Pero el promover el consumo desenfrenado a una sociedad que no tiene suficiente poder adquisitivo resulta, por lo menos, cruel, por no decir criminal.
Trabajos para pobres y marginalidad estructural
Por otro lado, la última encuesta Casen, con todos los cuestionable que puede ser, reveló que aquellos que se ubican por debajo de la línea de la pobreza (unos insulsos $64.134) igualmente trabajan, llegando a ser al menos un 70%, mientras que los indigentes lo hace en un 50%, por lo tanto, el empleo dejó de ser, hace mucho, una forma de asegurar el buen pasar a la gran mayoría de las personas. La pobreza y la marginalidad en Chile son endémicas y no hay sistema carcelario o reforma carcelaria que solucione este problema. Así, por más que muchos deseen “salir adelante” están incapacitados estructuralmente de hacerlo. O díganle lo contrario al 8% de cesantía estructural que desde la crisis asiática no ha bajado (¡Qué no son simples porcentajes, sino miles de seres humanos!). Por lo demás, esta amplia cifra de desempleo es un importante factor en la contención de los salarios, así como en la radicalización de la competencia entre trabajadores.
De esta forma no es inverosímil decir que el neoliberalismo se ha encargado de crear un vasto campo de marginalidad estructural, es decir, un gran número de personas que, a pesar de querer trabajar o desear integrarse a las relaciones sociales “normales”, no pueden hacerlo, viéndose complemente excluidos de la posibilidad de satisfacer las necesidades promedio. Por eso muchos se arrojan a buscar formas alternativas de subsistencia, mientras que las formas de gobierno buscan ajustar las estructuras jurídicas para contener e intentar disciplinar a este enorme contingente humano. De ahí que sea imposible no recordar esa vieja idea que dice que las formas jurídicas no son sino expresión de las relaciones económicas.
Las cárceles llenas ocultan la pobreza
Los reos, en su gran mayoría, provienen de estratos sociales bajos –los ricos, aunque infrinjan la ley, rara vez dan a parar a la cárcel-. Esto se explica porque la mayoría de los “delitos” cometidos atentan contra la propiedad privada, es decir, se vinculan directamente con una de las piedras angulares que sostienen esta injusta sociedad. Con la cárcel se castiga la pobreza y se oculta la enorme desigualdad social que se encuentra a la vista de todos. Una sociedad que se basa en la explotación, la competencia, el individualismo y el egoísmo, no posee autoridad moral para exigir que los individuos acepten la miseria que les tocó vivir de manera serena y resignada. La “delincuencia” en gran medida es producto directo de la actual sociedad, en la medida en que ésta es incapaz de satisfacer las necesidades más mínimas que todo ser humano necesita para desarrollarse dignamente.
El argumento más común a favor de las cárceles afirma que ésta cumple funciones readaptadoras mediante la privación de libertad. Los individuos que por alguna razón han violado la ley, se supone que en la cárcel son “reeducados” para no cometer más actos que atenten hacia la sociedad. La verdad es muy distinta a esta intención formal. La llamada “reinserción” oculta el deseo de crear individuos dóciles, maleables y sumisos, no mediante una “ayuda” o “asistencia” –como señalan sus defensores-, sino que fundamentalmente por medio de la más despiadada coerción. A pesar de todo, pocos logran ser aceptados por la sociedad, debido a las condiciones estructurales antes mencionadas que hacen casi imposible romper el círculo de la marginalidad y también producto de la enorme discriminación social hacia personas que han delinquido. Más aún, el sistema carcelario ha pasado a ser un elemento más en la cultura que se desarrolla al margen del capitalismo, en otras palabras, la cárcel es un dispositivo cultural de reproducción de valores y relaciones sociales. Las cárceles están lejos de desear reducir la criminalidad, sino que la fortalecen, cultural y socialmente, reproduciendo una diferenciación entre “clases de ciudadanos”. Se trata de una gran cuña puesta en medio de las clases desposeídas.
La cárcel no impide que los actos “antisociales” se lleven a cabo, ni tampoco mejora las condiciones de vida de aquellos que van a parar a ella. La miseria, el hacinamiento, la falta de salubridad, el aislamiento, no pueden producir en ningún caso seres humanos aptos para la vida social, sino que por el contrario, destruye todo vínculo que alguna vez tuvo el prisionero con la sociedad, aún cuando las condiciones de encierro mejoren sustancialmente. Por lo tanto, se puede afirmar que la cárcel no posee ningún beneficio para la sociedad y que por lo tanto sería absurda su mantención si las causas sociales que hacen posible la existencia de la delincuencia fueran suprimidas de raíz (la desigualdad social).
Si el modelo no cede habrá que hacerlo caer
Obviamente, a raíz de todos estos debates se abre un problema estructural: ¿Es posible que hoy, bajo el neoliberalismo, se encuentre una salida a la crisis carcelaria? Hasta ahora, la política del gobierno se ha desviado en base a dos temas: la implementación de penas alternativas (que reduzcan la población penal del subsistema semicerrado, que hoy llega a unos 52.000, casi un 50% del total de la población penal) y la construcción de nuevas cárceles, que bajo un modelo subsidiario promociona un nuevo negocio para el empresariado.
Con ambas “propuestas” queda más que claro que la voluntad del gobierno es nula y no busca solucionar los problemas de fondo. Uno de los aspectos característicos del neoliberalismo es su rigidez, su falta de flexibilidad para ceder algunos beneficios en nombre de la estabilidad social y es ese aspecto el que lo ha hecho colapsar en tantas partes y ganarse el odio de la población. Es decir, es la misma estupidez de la clase dominante la que, finalmente, está empujando a cada vez más sectores sociales al camino de la protesta y el aprendizaje revolucionario. Así, no nos queda más que buscar salidas más radicales a las que hoy nos ofrecen quienes detentan el poder. Lamentablemente, bajo este panorama inflexible, no vemos alguna salida inmediata a las necesidades urgentes de la población penal que vive en condiciones de vida infrahumanas. Si es que su situación llega a cambiar, será gracias a los motines, las huelgas y al enfrentamiento con aquellos que los vigilan tras las rejas. Al exterior de las prisiones, el movimiento social debe alentar y apoyar dichas manifestaciones, siempre teniendo claro que no hay cárcel con cara humana y que sólo la supresión del capitalismo podrá dar una salida real al problema de la “delincuencia”.
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